sábado, 1 de mayo de 2010

CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: EL PRELUDIO

CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: EL PRELUDIO
Los años pasaban y el amor al Gran Poder se acrecentaba en mi interior. Cualquier excusa era perfecta para que mis pasos caminando entre estrecheces me llevasen a la Plaza de los eternos vencejos y a cruzar el Atrio de la Basílica para con ello sellar mi incondicional fe con un beso en el Sagrado Talón del Divino Cisquero. Las penas y las tristezas se apeaban en la penúltima estación que me llevaría a iniciar el trayecto final de mi viaje. Ante el Señor sentía debilidad y al tiempo la fortaleza del espíritu que me hacia levantar con firmeza.
En esta vida las cosas suceden cuando y como quiera el Gran Poder que ocurran. Esta primavera atendí a la llamada del Señor. Había llegado la hora de sentir el negro ruán como una segunda piel y cargar el peso del cirio sobre el cuadril del esparto. Desde ese instante mis noches fueron continuos desvelos. Trataba de hacerme una idea cercana de una Madrugá junto a otros fieles devotos del Gran Poder. A medida que se acercaban los días la ilusión aumentaba y poco a poco me devolvía al niño que por primera vez vestía túnica nazarena en calurosa tarde de un Viernes Santo. Muchos hermanos trianeros me preguntaban por este cambio repentino en mi devenir cofrade. Mi respuesta siempre la misma “no he sido yo, ha sido el Señor quien me ha llamado, yo como siempre lo seguiré sin cortapisas”.
Pasaba cada jornada de nuestra Semana Santa y la emoción más me embargaba. La radiante luz del Jueves Santo poco a poco se consumía para postrarse por completo. El Señor descendido de la Cruz atravesaba el Arco del Postigo del Aceite venciendo a la mismísima fuerza gravitatoria en busca de refugio y paz en el Templo de la Magdalena, el Barrio de Los Remedios recibía a la Virgen de la Victoria y a su inigualable belleza, premonitoria de la noche de los anhelos alcanzables, que a punto estaba de renacer en los entresijos de la Ciudad.
El portentoso Misterio de la Exaltación obraba el milagro en las calles de una Sevilla compungida ante el manantial de Lágrimas de la Señora que miraba con nostalgia hacia las heridas paredes de Santa Catalina. Una silenciosa Puerta Osario despedía a su Cristo Dormido entre faroles al calor de su Madre y Reina de los Ángeles del Cielo. La calle Feria oraba junto al Señor de Monte-Sión entre un Rosario de plegarias y emociones contenidas.
El Señor de Pasión, dulce y sereno, retomaba sus pasos hacia el Divino Salvador dejando en el olvido viejos sinsabores. La Virgen del Valle derramaba un manantial de gotas de cristal sobre el tapiz de Sevilla. El preludio de la Noche señalada colmaba nuestras calles de un especial encanto. No existen vísperas más hermosas en el Mundo. Inútil tarea descubrir belleza con mínimo parangón con esa tarde-noche que trata de reposar su vuelo en la copa de un árbol de sueños que no queremos despertar, para con ello sentir como el ave arropado entre sus hojas toma vuelo para perderse en un lejano horizonte de esperas.

Junto a mis inseparables amigos David y Rafael, y fieles a nuestra promesa a los pies del Señor, acudimos al lugar destinado como punto de partida de nuestra gran noche. Tres túnicas de ruán simbolizaban nuestra amistad y el común fervor hacia el que Todo lo Puede. Primeras emociones al tener muy presente a nuestro querido amigo Luis-Javier, que como siempre se nos adelantó para acompañar al Gran Poder en la Estación Definitiva de su vida. Unas letras sobre el papel nos llevaban a recordar que dos años atrás acudió a esta misma cita junto a su amigo Rafael, al que no pudo esperar por imponderables de última hora. Le deseaba buena Estación de Penitencia. Nuestra mirada hacia el Cielo nos hacia descubrir esa sonrisa que nos regaló cada día y que ahora permanece inalterable en esa otra Plaza que nos aguarda junto al Señor y a quienes vivieron este mismo sueño. Tres túnicas y cuatro corazones sevillanos que empezaban a latir a ritmo acelerado. El sueño se desvanecía por momentos dando paso a la realidad.
Notas asedadas de pentagrama se colaban entre los ventanales de nuestro privilegiado balcón que apunta hacia la Plaza coronada por el Santo Rey Fernando. Sonaba la marcha La Madrugá tras el palio de la Señora de la Anunciación. Con pies descalzos y vistiendo hábito nazareno me asomé al privilegiado minarete de nuestra amistad y pude contemplar la lejana belleza de la Virgen del Valle. Era todo tan fascinante que por momentos dudaba fuese cierto. De repente los pentagramas empezaron a derramar las primeras notas de la excelsa composición poético-musical que nos eleva a la cúspide inalcanzable de la más sublime delicia sonora, transportándonos a la marquesina de la Sevilla que renace en los albores de la Santa Madrugá.
El palio de sutil Dolorosa se perdía por completo y el tiempo apremiaba. Por momentos recordé a un viejo hermano de la Hermandad del Valle que se arrodillaba para besar el Libro de Reglas en la Función Principal de la Virgen en el mediodía del Viernes de Dolores. Conmovía ver como renunciaba a la ayuda de su hijo para reclinar su envejecido cuerpo sustentado únicamente por el báculo de la devoción a la Señora que presidía excelentísimo Altar de cultos.
Terminamos de vestirnos y bajamos al portalón para cubrir nuestros rostros e iniciar el trayecto hacia la Basílica por el camino más corto en fila de a uno siguiendo escrupuloso orden de antigüedad en la nómina de hermanos de la Hermandad del Gran Poder. Cubrimos la distancia en sepulcral silencio y con la vista al frente. Nuestros sentidos estaban concentrados en el Gran Poder.
En un lugar muy cercano a nuestra Alfa se presagiaba la inminente salida de la Primitiva Hermandad de los Nazarenos de Sevilla acompañando al Señor del Silencio, centenario cargador de la Cruz de nuestras culpas y a su estela la Reina de los azahares Concepcionistas. Cada paso era una vuelta al pasado y a esas vivencias que quedaron a buen recaudo en nuestras memorias. Por cada calle del Centro Histórico nuevos hermanos se incorporaban a la magna procesión que nos conduciría al Punto Cero de la Madrugá. Una creciente arriada de afluentes de ruán convergía a espaldas del Templo de San Lorenzo.


Llegamos a una Pescadores semidesierta que contrastaba con la imagen de una cercana Plaza abarrotada de fieles desde horas antes. Por fin alcanzamos la Basílica encontrándonos con los primeros hermanos en el Señor. Detuvimos nuestros pasos justo delante de Dios, la emoción contenida daba paso a las primeras lágrimas, al apretar de dientes entre labios para disimular el llanto y a la búsqueda de alivio en la mirada frágil, y al tiempo firme de la Bendita Azucena de San Lorenzo, gran tesoro de nuestra Hermandad y a veces tan desconocida por el vulgo cofrade.
En la Basílica me derrumbé ante el Gran Poder como otras tantas veces. Volví a sentirme insignificante ante tan extraordinaria Divinidad. Abrí los ojos para buscar entre mis hermanos ataviados de negro ruán y esparto los rostros amigos y al tiempo los cerré con fuerzas para buscar a esos otros hermanos que ya no están, a mis hermanos que se marcharon y cuyos rostros descubrí en dos miradas. Los encontré en la penetrante mirada del Gran Poder de Dios y en los ojos inundados de lágrimas de nuestra Bendita Virgen. Miré a los ojos de mis hermanas, que al igual que yo, sentían que el sueño pereció y que el alma del anhelo emergió de entre los vestigios de la ilusión para hacerse candente realidad.

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