sábado, 1 de mayo de 2010

CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: EL SUEÑO


CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: EL SUEÑO
Era apenas un niño que jugaba a ser costalero bajo pequeñas parihuelas de madera y que contaba cada día, cada hora y cada minuto que lo llevaría a un nuevo Domingo de Ramos. Una de tantas noches de insomnio la ilusión me transportaba, como casi siempre, a nuestra Semana Santa. Asumido en la socavada zanja de un indescifrable sueño pude oír el leve susurro de unos vencejos que llamaban mi atención y al tiempo me invitaban a seguir su reguero.
Traté de alcanzarlos, pero mis lentos pasos me impedían precisar su vuelo. Mi mirada se extraviaba entre estrechas calles y el oscuro traje de la noche. El encanto parecía desvanecerse por momentos, hasta que de repente pude oír el tenue murmullo de la opaca Plaza que poco a poco se acallaba por completo. Una hermosa Luna llena colmaba el Cielo de Sevilla del deseado Parasceve.
En un primer instante no pude distinguir el Rostro del Señor, aunque me bastó presenciar su alargada sombra sobre las piedras del Templo para descubrir que era Él. Aquellos vencejos interpelaban mi atención para enderezar mi torpeza y hacerme descubrir entre las tinieblas de la Madrugada las líneas rectas de Dios. Todo era oscuridad: la noche y su misterio, las túnicas de sus hijos, los hábitos de las fervientes niñas grandes de San Lorenzo, el plumaje de los pájaros adormecidos en las copas de los árboles, la densa cortina de incienso y el tupido velo que cubría la Plaza y que me cegaba por completo.
Todo era oscuridad, hasta que la densa nubla se desvaneció y de entre sus blanquecinas cenizas pude adivinar el Semblante del Divino Portento, carne de Dios y alma de la Ciudad.
Mis rodillas se clavaron en tierra y mis manos temblorosas no atinaban a cruzarse para invitar a mis labios a la plegaria. A medida que se acercaba el Señor el pulso se aceleraba y el sudor que cubría mi frente todavía más se enfriaba. Holgaban las palabras en indescriptible afloración de sentimientos y en ese mudo diálogo de las miradas que emerge desde las mismas entrañas de los seres que aman al Señor sobre todas las cosas.
Mi vida quedó empapada de Dios, como de lágrimas quedaron inundados mis ojos. Desperté y comprobé que esas lágrimas, lejos de secarse, cada vez eran más abundantes. Completamente confundido, no atinaba a discernir entre la realidad y el sueño. Como incuestionable certeza quedaba un reconfortante e inolvidable encuentro con el Gran Poder. Era el primer grano de sal a acumular a las aguas de un mar de sueños, por entonces lejanos para un niño que no paraba de evocar a su Dios.
Una extraña sensación me embargaba. Por un lado, sentía muy cercana la presencia del Señor y por otro esperaba la llegada de cada amanecida de Viernes Santo para reencontrarme con Él. Cada Cuaresma nace en mí el niño que se asomaba al balcón de su casa a medianoche para buscar en el rostro dormido de la Ciudad la mirada profunda del Gran Poder de Dios. Al otro lado del Río y a los pies de la Giralda yacían ilusiones embebidas en el letargo de los días que pasaban como hojas de libros de poesías esperando el momento del desenlace de una hermosa historia de amor, cuyas letras se repiten cada primavera y no por ello dejan de sorprendernos.
El encuentro Sevilla – Gran Poder por muchos años y siglos que transcurran, a pesar de esperado, jamás será sentido como rutinario. Cada paso alargado del Señor sobre los adoquines del Gólgota de la Vieja Híspalis es un nuevo milagro que añadir a su eterna presencia en nuestros corazones. El Gran Poder no es el Dios del paso y la distancia. El Señor es el Dios que permanece y que nunca olvida a sus hijos.

CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: EL PRELUDIO

CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: EL PRELUDIO
Los años pasaban y el amor al Gran Poder se acrecentaba en mi interior. Cualquier excusa era perfecta para que mis pasos caminando entre estrecheces me llevasen a la Plaza de los eternos vencejos y a cruzar el Atrio de la Basílica para con ello sellar mi incondicional fe con un beso en el Sagrado Talón del Divino Cisquero. Las penas y las tristezas se apeaban en la penúltima estación que me llevaría a iniciar el trayecto final de mi viaje. Ante el Señor sentía debilidad y al tiempo la fortaleza del espíritu que me hacia levantar con firmeza.
En esta vida las cosas suceden cuando y como quiera el Gran Poder que ocurran. Esta primavera atendí a la llamada del Señor. Había llegado la hora de sentir el negro ruán como una segunda piel y cargar el peso del cirio sobre el cuadril del esparto. Desde ese instante mis noches fueron continuos desvelos. Trataba de hacerme una idea cercana de una Madrugá junto a otros fieles devotos del Gran Poder. A medida que se acercaban los días la ilusión aumentaba y poco a poco me devolvía al niño que por primera vez vestía túnica nazarena en calurosa tarde de un Viernes Santo. Muchos hermanos trianeros me preguntaban por este cambio repentino en mi devenir cofrade. Mi respuesta siempre la misma “no he sido yo, ha sido el Señor quien me ha llamado, yo como siempre lo seguiré sin cortapisas”.
Pasaba cada jornada de nuestra Semana Santa y la emoción más me embargaba. La radiante luz del Jueves Santo poco a poco se consumía para postrarse por completo. El Señor descendido de la Cruz atravesaba el Arco del Postigo del Aceite venciendo a la mismísima fuerza gravitatoria en busca de refugio y paz en el Templo de la Magdalena, el Barrio de Los Remedios recibía a la Virgen de la Victoria y a su inigualable belleza, premonitoria de la noche de los anhelos alcanzables, que a punto estaba de renacer en los entresijos de la Ciudad.
El portentoso Misterio de la Exaltación obraba el milagro en las calles de una Sevilla compungida ante el manantial de Lágrimas de la Señora que miraba con nostalgia hacia las heridas paredes de Santa Catalina. Una silenciosa Puerta Osario despedía a su Cristo Dormido entre faroles al calor de su Madre y Reina de los Ángeles del Cielo. La calle Feria oraba junto al Señor de Monte-Sión entre un Rosario de plegarias y emociones contenidas.
El Señor de Pasión, dulce y sereno, retomaba sus pasos hacia el Divino Salvador dejando en el olvido viejos sinsabores. La Virgen del Valle derramaba un manantial de gotas de cristal sobre el tapiz de Sevilla. El preludio de la Noche señalada colmaba nuestras calles de un especial encanto. No existen vísperas más hermosas en el Mundo. Inútil tarea descubrir belleza con mínimo parangón con esa tarde-noche que trata de reposar su vuelo en la copa de un árbol de sueños que no queremos despertar, para con ello sentir como el ave arropado entre sus hojas toma vuelo para perderse en un lejano horizonte de esperas.

Junto a mis inseparables amigos David y Rafael, y fieles a nuestra promesa a los pies del Señor, acudimos al lugar destinado como punto de partida de nuestra gran noche. Tres túnicas de ruán simbolizaban nuestra amistad y el común fervor hacia el que Todo lo Puede. Primeras emociones al tener muy presente a nuestro querido amigo Luis-Javier, que como siempre se nos adelantó para acompañar al Gran Poder en la Estación Definitiva de su vida. Unas letras sobre el papel nos llevaban a recordar que dos años atrás acudió a esta misma cita junto a su amigo Rafael, al que no pudo esperar por imponderables de última hora. Le deseaba buena Estación de Penitencia. Nuestra mirada hacia el Cielo nos hacia descubrir esa sonrisa que nos regaló cada día y que ahora permanece inalterable en esa otra Plaza que nos aguarda junto al Señor y a quienes vivieron este mismo sueño. Tres túnicas y cuatro corazones sevillanos que empezaban a latir a ritmo acelerado. El sueño se desvanecía por momentos dando paso a la realidad.
Notas asedadas de pentagrama se colaban entre los ventanales de nuestro privilegiado balcón que apunta hacia la Plaza coronada por el Santo Rey Fernando. Sonaba la marcha La Madrugá tras el palio de la Señora de la Anunciación. Con pies descalzos y vistiendo hábito nazareno me asomé al privilegiado minarete de nuestra amistad y pude contemplar la lejana belleza de la Virgen del Valle. Era todo tan fascinante que por momentos dudaba fuese cierto. De repente los pentagramas empezaron a derramar las primeras notas de la excelsa composición poético-musical que nos eleva a la cúspide inalcanzable de la más sublime delicia sonora, transportándonos a la marquesina de la Sevilla que renace en los albores de la Santa Madrugá.
El palio de sutil Dolorosa se perdía por completo y el tiempo apremiaba. Por momentos recordé a un viejo hermano de la Hermandad del Valle que se arrodillaba para besar el Libro de Reglas en la Función Principal de la Virgen en el mediodía del Viernes de Dolores. Conmovía ver como renunciaba a la ayuda de su hijo para reclinar su envejecido cuerpo sustentado únicamente por el báculo de la devoción a la Señora que presidía excelentísimo Altar de cultos.
Terminamos de vestirnos y bajamos al portalón para cubrir nuestros rostros e iniciar el trayecto hacia la Basílica por el camino más corto en fila de a uno siguiendo escrupuloso orden de antigüedad en la nómina de hermanos de la Hermandad del Gran Poder. Cubrimos la distancia en sepulcral silencio y con la vista al frente. Nuestros sentidos estaban concentrados en el Gran Poder.
En un lugar muy cercano a nuestra Alfa se presagiaba la inminente salida de la Primitiva Hermandad de los Nazarenos de Sevilla acompañando al Señor del Silencio, centenario cargador de la Cruz de nuestras culpas y a su estela la Reina de los azahares Concepcionistas. Cada paso era una vuelta al pasado y a esas vivencias que quedaron a buen recaudo en nuestras memorias. Por cada calle del Centro Histórico nuevos hermanos se incorporaban a la magna procesión que nos conduciría al Punto Cero de la Madrugá. Una creciente arriada de afluentes de ruán convergía a espaldas del Templo de San Lorenzo.


Llegamos a una Pescadores semidesierta que contrastaba con la imagen de una cercana Plaza abarrotada de fieles desde horas antes. Por fin alcanzamos la Basílica encontrándonos con los primeros hermanos en el Señor. Detuvimos nuestros pasos justo delante de Dios, la emoción contenida daba paso a las primeras lágrimas, al apretar de dientes entre labios para disimular el llanto y a la búsqueda de alivio en la mirada frágil, y al tiempo firme de la Bendita Azucena de San Lorenzo, gran tesoro de nuestra Hermandad y a veces tan desconocida por el vulgo cofrade.
En la Basílica me derrumbé ante el Gran Poder como otras tantas veces. Volví a sentirme insignificante ante tan extraordinaria Divinidad. Abrí los ojos para buscar entre mis hermanos ataviados de negro ruán y esparto los rostros amigos y al tiempo los cerré con fuerzas para buscar a esos otros hermanos que ya no están, a mis hermanos que se marcharon y cuyos rostros descubrí en dos miradas. Los encontré en la penetrante mirada del Gran Poder de Dios y en los ojos inundados de lágrimas de nuestra Bendita Virgen. Miré a los ojos de mis hermanas, que al igual que yo, sentían que el sueño pereció y que el alma del anhelo emergió de entre los vestigios de la ilusión para hacerse candente realidad.

CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: LA LUZ

CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: LA LUZ
Un fuerte abrazo nos separaba de nuestro hermano penitente que quedaba en la Basílica, David y un presente marchamos a la Parroquia junto a nuestros hermanos de los tramos de la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso. Momentos de recogimiento y oración. El Templo se apagaba por completo y los cirios poco a poco comenzaban a prender, dejando entrever tras una tenue cortina de humo el encanto aterciopelado de la Virgen del Dulce Nombre, la ternura envejecida de la Soledad de San Lorenzo y el semblante resignado y sumiso de Jesús ante Anás.
Un leve murmullo hacía presagiar que las puertas de la Basílica se abrían de par en par dando paso a la Santa Cruz bañada de atributos pasionales y a los primeros tramos de hermanos. El sonido rotundo de las campanas anunciaba la deseada llegada del Gran Poder a las calles de Sevilla. Difícilmente podíamos alcanzar a ver la hermosa sucesión de acontecimientos que iban desgranando en torno al Señor, centenares de destellos de luces, lluvia de saetas, oraciones, lágrimas y promesas.
Un golpe seco de llamador y El Gran Poder avanzaba, revirando hasta prácticamente acariciar el portalón del Templo de San Lorenzo. En ese momento me quedé paralizado, sin reacción posible ante deslumbrante aparición. No sabía si rezar, llorar, arrodillarme o realizar cualquier otro gesto de admiración “Señor te esperaba para seguirte y ahora eres Tú quien vienes a mi encuentro” Esa imagen intensa en emociones y fugaz en el tiempo quedará enmarcada para siempre en mi corazón. Es lo más grande que he podido vivir en tantos años de cofrade de Sevilla y de devoto del Gran Poder. Los penitentes se unieron al Señor y los tramos de la Virgen les siguieron surcando la Plaza y la amplia alfombra que la cubría.
Ojos inundados de lágrimas y rostros compungidos simbolizaban el Credo incuestionable de la más leal y sincera devoción sevillana. Los Evangelios abrían sus páginas pasionales en San Lorenzo. Jesús del Gran Poder cargaba sobre sus hombros la Cruz Redentora e iniciaba el camino por las calles de la Ciudad buscando alcanzar el Gólgota Catedralicio, siendo recibido en cada lugar por una multitud enfervorizada y completamente entregada a su Salvador. Entre parejas de cruces de penitencia caminaban las incansables abuelas de San Lorenzo, rejuvenecidas ante el Señor, alejadas del dolor y asumidas en un mar de suspiros y oraciones "quien miró a los ojos del Gran Poder en la Santa Madrugá disipó toda duda existencial y creyó incondicionalmente en Él".
El Señor de Sevilla con su presencia inundaba toda la Plaza de desbordante amor y éste como rumor se extendía por toda la vieja Urbe. La voz del silencio irrumpía en la Santa Madrugá para acariciar sutilmente los oídos de los fieles sobrecogidos. Hablaban el silencio de la noche, la respiración contenida de los devotos del Señor, la gélida espesura áurea y el rumor de la brisa. Sevilla otorgaba quietud y rezo y sobre todas las cosas hablaban los labios sedientos del Gran Poder de Dios. Sobre los oscuros lienzos aterciopelados de nuestro Cielo Terrenal se dibujaba el semblante paciente del Creador de los Planetas. Sevilla revestida de Jerusalem se asomaba a su ventanal de primavera para abrir su alma a Cristo.
Las abuelas de la Plaza besaban los crucifijos de sus rosarios y tomaban entre sus dedos de tergal la primera cuenta de sus rezos. Abiertos los balcones y apostadas a sus barandas las venerables enclaustradas en las celdas de sus dolencias “Dios mío de mi corazón, ahora puedes llevarme contigo, ya no tengo fuerzas para seguirte y mi vida lejos de Ti es una cadena perpetua insoportable”.
La comitiva procesional proseguía por las exquisitas angosturas de Conde de Barajas y Jesús del Gran Poder, arterias pavimentadas que subyacen del gran corazón de la Sevilla devocional y recóndita. El estremecedor sosiego de las gentes era soliviantado por golpes secos de canastilla que hacían levantar por parejas los cirios al cuadril, desde el primer tramo del Señor hasta las parejas nombradas de la Virgen. A cada llamada respondían los hermanos con un ¡Dios Mío! que se clavaba en los oídos y se proyectaba en los ojos, nuevamente envueltos en lágrimas, de los devotos que vieron pasar al Señor y que ya a duras penas podían adivinar como su Sagrada Hechura se ocultaba entre los ramales de la arboleda de la Plaza del Duque de la Victoria.
Saetas en La Campana, cercanía en Sierpes, realeza en Plaza de San Francisco, amplitud de la zancada en la Avenida y Luz de Dios en el interior de una apagada Catedral. Los hermanos por parejas realizaban genuflexión ante el portentoso Monumento Eucarístico elevado en el interior de la Magna Hispalensis. Dios mostraba su ternura a una gélida Plaza Virgen de los Reyes y por testigo una Giralda que lloraba amargas azucenas entre campanas que tañían en voz baja asomadas al gentil balcón del Cielo arquitectónico de Sevilla.
Avanzaban los hijos del Señor por Plaza del Triunfo y Almirantazgo en extraña soledad. Parecían otras la Ciudad y sus gentes y parecía distinto el acontecimiento que estaban esperando. La nostalgia cubría por momentos los vacíos a uno y otro lado de la calzada. La noche otorgaba una mínima tregua a las emociones de las primeras horas. El Señor atravesaba el Arco del Postigo del Aceite con paso candente y decidido.
A pocos metros podíamos sentir el latir de corazones destemplados y rebosantes de Esperanza. La cautivadora mirada del Señor de la Sentencia que caminaba entre costeros concentraba la atención de los fieles que lo esperaban en la Plaza de San Francisco y en la Avenida. El Imperio romano tomaba Híspalis en pacífica reconquista. El gran sueño de Sevilla que llegó atravesando el Arco de los sueños macarenos asomaba su gracia y belleza desmedidas por Trajano. El Señor de Sevilla retomaba el camino hacia su Santa Morada y la Reina de Sevilla empezaba a perfumar el otro lado de la Muralla con aromas de azucena y sueños de esmeraldas. La Madre y el Hijo, cada vez más cercanos, en la búsqueda del beso imposible de cada Madrugá.
La Cofradía parecía detener su rumbo por Castelar y Molviedro. Los pasos de los nazarenos eran más lentos y los cirios abandonaban por minutos el cuadril del esparto para ser apostados sobre el asfalto. Una brisa inmaculada de Guadalquivir acariciaba la cara más hermosa de Sevilla. Nuevos antifaces morados y verdes en La Madrugá de Sevilla. La Hermandad de la Esperanza de Triana avanzaba por Reyes Católicos, San Pablo y Rioja.
El corazón de este cofrade se rompía en dos. Desde niño acompañaba a su Hermandad de la Calle Larga de Triana bajo el morado terciopelo del antifaz. Un abundante manantial de lágrimas empañaba este otro antifaz de negro ruán. La primera caída de la noche encontraba pronta respuesta en el corazón: la túnica de terciopelo y capa representaba al joven que miraba al futuro y que iniciaba la cuenta de las semanas santas por vivir, la túnica de negro ruán y el esparto testimoniaban al hombre curtido en mil vivencias y que miraba al pasado para recordar esas otras vividas. Mi enorme debilidad me impedía volver a vestir esa túnica que siempre llevaré en el corazón, como llevaré el ancla, a mi Señor de las Tres Caídas y a mi Madre Marinera. Tantas ausencias y vacíos en los tramos de nazarenos de mi Hermandad son demasiada carga para mí. Ellos eran parte fundamental de mi Estación de Penitencia, su ausencia es una sombra que se alarga enormemente sobre mi ser y que termina por ahogarme.
Ecos de Verde Esperanza y sonidos de Triana resonaban en los tímpanos de la calle Zaragoza en el discurrir de la Hermandad del Gran Poder. Por Gravina y Pedro del Toro se retomaba el pulso a la Sevilla eterna inalterable al paso de los siglos. El Señor aumentaba el ritmo de su zancada y las chicotás se eternizaban en el tiempo y en el espacio. El camino de regreso de la Cofradía a la Basílica era tan inexorable como contundente resultaba cada toque del capataz al llamador de la canastilla del paso del Gran Poder y el exultante arrojo de los hermanos del costal que suspendían sus cuerpos para izar a Dios al mismo Cielo.
Resucitaba la Sevilla de la tradición y de la leyenda, del olor a naftalina en el interior de añejos roperos, de las macetas de jazmín, de los aromas de hierbabuena, de los amarillentos paños sobre cómodas de noble roble, de los señoriales vestigios del más rancio abolengo, de las colgaduras de balas de geranios en los balcones, del cisco incinerado bajo mesas de camilla, de las paredes de nácar, de las elevadas azoteas que besan los cabellos del alba y de la más excelsa metáfora que conocieron los tiempos: la Vida abrazada al leño de la muerte, las manos ensangrentadas acariciando con sutileza el portón del Templo del último sueño, la gentileza del abnegado Cordero y la decidida pisada hacia la amargura del propio Calvario. Pasa el Gran Poder y Sevilla sigue llorando.
Mis ojos siguen advirtiendo vacíos a uno y otro lado de la calle. Las lágrimas de una vieja mujer vestida de luto que mira hacia ninguna parte me hacen entender que no existen tales huecos. Cada vacío está lleno de recuerdos, vivencias y de la memoria de nuestros seres queridos que vuelven cada Madrugá para arriar sus ánimas junto al paso de los siglos.
Insuperables formas barrocas, milagrosamente cinceladas, revelaban su Divina Humanidad junto a los jardines del Museo. El néctar de la eterna juventud del Señor prolongaba su zancada descalza sobre la calzada. El arte de lo efímero culminaba su obra perdurable, como los sueños dormidos que despertarán al amanecer, los suspiros suspendidos en el aire, el primer beso de enamorados a los pies de fuentes rociadas de escarcha, el perenne espíritu del ayer y la sentimental lírica navegante entre prosaicos océanos de amor.
En las entrañas del Museo: murales de ángeles, barnices de Piedades, acuarelas Inmaculadas, lienzos litúrgicos, paisajes pasionales enmarcados, bodegones de mimbre, retratos de seda, cántaros de barro y tinajas de vinagre, y en la calle otro Museo: el de las luminosas guirnaldas, de los salmos penitenciales, misereres, saetas, misteriosas callejuelas, azuladas plazoletas y una inagotable sinfonía de etéreas sensaciones que resultan infranqueables a la amnesia flagelante del olvido. Zurbarán, Murillo y Valdés Leal se descubrían ante la obra genial de Juan de Mesa. Un primer revuelo de vencejos preconizaba el sublime despertar en la Plaza de San Lorenzo.
Envuelta en un paisaje testimonial del más puro clasicismo, la Cruz de Guía alcanzaba el Templo de San Vicente, incansable testigo de siglos de tránsito de túnicas negras embebidas por el paso de incalculables Madrugás y parejas de cirios color tinieblas, exiguas antorchas difuminadas ante la Luz del Todopoderoso Ser Supremo que se vislumbraba entre los algodonados príncipes naranjos de Sevilla.

La Procesión irremisiblemente iniciaba su penúltima estación en la Madrugá por Virgen de los Buenos Libros. Interminables filas de ruán, huellas de la consumida cera sobre el firme y primeros destellos del relente que comenzaba a despuntar en los albores de la aurora. Desde La Cruz de La Campana se colaban rumores de brisa fresca y notas flamencas que marcaban el compás al Señor de Bronce. Desgarrador silencio ante el Gran Poder y en la lejanía el suspiro de una zambra que revoloteaba como ave peregrina tras el manto de la Virgen Gitana. Los últimos contraluces de la Madrugá se difuminaban entre oraciones y soleares justo en el preciso instante en el que los nazarenos tomaban Cardenal Spínola.

Un coro de hermanas traspasaba el zaguán de Santa Rosalía deslizando suaves melodías entre las forjadas rejas del Convento. Sus líricas alabanzas al Señor rescataban la mística contemplación que desde el interior del claustro acarició la tez ciscada de su infalible Protector en aquellos inolvidables meses que pasó velando por el sueño de sus niñas. En sus rostros iluminados se plasmaba la pervivencia del Dios que les hizo descubrir el verdadero sendero.

Cientos de creyentes oteaban el horizonte cercano de la Plaza buscando el milagro imposible de alcanzar a ver la arbórea sutil caricia sobre el hombro desgastado de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. En ese preciso instante El Señor traspasaba el umbral de la Basílica mirando a los ojos del pueblo. La portentosa Talla del Señor absorbía el esplendor de la canastilla barroca que iluminaban cuatro faroles prendidos. El silencio desgarrador de la Plaza era la señal inequívoca del final del más imponente sueño.

Los nazarenos del Señor y sus hermanos, heraldos de la Virgen, permanecían silenciosos en el interior del Templo. Llegaba la Madre de Dios ofreciendo sus manos mediadoras y ahondando en la desbordada emoción de sus hijos. Manantiales de aguas de cristal inundaban el mármol de la Basílica al tiempo que la Madre Perfecta esparcía su suave tristeza asumida en el más desgarrador sufrimiento. La sacra conversación de la Virgen que inclina suavemente su frágil belleza hacia el Discípulo Amado marcaba La Omega de la Madrugá en San Lorenzo.
El corazón de Sevilla comenzaba a sentir la triste melancolía del adiós, los misales reposaban en las arrugadas manos de las abuelas, los enjaulados vencejos del tiempo dormitaban en las cepas de la memoria y la luz del amanecer se ocultaba entre la tupida oscuridad del alma. La Plaza de las plazas se despoblaba lentamente hasta quedar en completa soledad.
“Quienes vieron caminar al Señor por las empedradas calles de Sevilla en la Santa Madrugá, afortunados fueron de ver a DIOS”.
“Quienes en su silencio pudieron leer en los labios del Gran Poder, privilegiados fueron de oír la voz de DIOS”.
“Quienes lloraron junto a las piadosas abuelas que siguen al Señor, venturosos serán en su desdicha al recibir el consuelo de DIOS”.
“Quienes sintieron sobre sus hombros el peso de la Cruz que carga el Gran Poder, gozosos serán de abrazarla al despertar del último sueño junto a DIOS”.
Retomábamos el camino de vuelta a la Plaza Nueva tratando de asimilar las muchas emociones de la noche. A nuestro paso nos encontramos con nuestros hermanos de ruán de la Hermandad de “Los Mulatos” que habían cumplido su Estación de Penitencia. El Santísimo Cristo del Calvario entregado a la Cruz en una de las escenas más realistas de la Pasión descritas por Sevilla mostraba la crueldad de la Muerte en su abatido semblante entre cuatro hachones elevados sobre una canastilla de caoba. La Virgen Niña de la Magdalena es un canto a la belleza, una mirada a la esperanza, una rosa entre claveles bajo un palio de cajón y un suspiro pasajero en el viaje de su Hijo a la Muerte en el Madero.
San Lorenzo y La Magdalena certificaban el fin de la negra Madrugá, la otra Madrugá escribía sus últimas líneas en la proximidad de los barrios.
Mi corazón quedó preso en las soterradas celdas de tu amor. Cada vez que los vencejos que te despiertan al amanecer llamen a mi ventana para anunciarme la inminente llegada de la Luna del Parasceve, acudiré a rescatarlo. No existe mayor condena que vivir lejos de Ti. Hasta que me des fuerzas, no dudes Gran Poder, que no faltaré a mi cita con el ruán.
A ti Gran Poder por esta Madrugá, por las vividas en el pasado y por las que están por llegar.