sábado, 1 de mayo de 2010

CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: EL SUEÑO


CARICIAS DE RUÁN EN LA MADRUGÁ: EL SUEÑO
Era apenas un niño que jugaba a ser costalero bajo pequeñas parihuelas de madera y que contaba cada día, cada hora y cada minuto que lo llevaría a un nuevo Domingo de Ramos. Una de tantas noches de insomnio la ilusión me transportaba, como casi siempre, a nuestra Semana Santa. Asumido en la socavada zanja de un indescifrable sueño pude oír el leve susurro de unos vencejos que llamaban mi atención y al tiempo me invitaban a seguir su reguero.
Traté de alcanzarlos, pero mis lentos pasos me impedían precisar su vuelo. Mi mirada se extraviaba entre estrechas calles y el oscuro traje de la noche. El encanto parecía desvanecerse por momentos, hasta que de repente pude oír el tenue murmullo de la opaca Plaza que poco a poco se acallaba por completo. Una hermosa Luna llena colmaba el Cielo de Sevilla del deseado Parasceve.
En un primer instante no pude distinguir el Rostro del Señor, aunque me bastó presenciar su alargada sombra sobre las piedras del Templo para descubrir que era Él. Aquellos vencejos interpelaban mi atención para enderezar mi torpeza y hacerme descubrir entre las tinieblas de la Madrugada las líneas rectas de Dios. Todo era oscuridad: la noche y su misterio, las túnicas de sus hijos, los hábitos de las fervientes niñas grandes de San Lorenzo, el plumaje de los pájaros adormecidos en las copas de los árboles, la densa cortina de incienso y el tupido velo que cubría la Plaza y que me cegaba por completo.
Todo era oscuridad, hasta que la densa nubla se desvaneció y de entre sus blanquecinas cenizas pude adivinar el Semblante del Divino Portento, carne de Dios y alma de la Ciudad.
Mis rodillas se clavaron en tierra y mis manos temblorosas no atinaban a cruzarse para invitar a mis labios a la plegaria. A medida que se acercaba el Señor el pulso se aceleraba y el sudor que cubría mi frente todavía más se enfriaba. Holgaban las palabras en indescriptible afloración de sentimientos y en ese mudo diálogo de las miradas que emerge desde las mismas entrañas de los seres que aman al Señor sobre todas las cosas.
Mi vida quedó empapada de Dios, como de lágrimas quedaron inundados mis ojos. Desperté y comprobé que esas lágrimas, lejos de secarse, cada vez eran más abundantes. Completamente confundido, no atinaba a discernir entre la realidad y el sueño. Como incuestionable certeza quedaba un reconfortante e inolvidable encuentro con el Gran Poder. Era el primer grano de sal a acumular a las aguas de un mar de sueños, por entonces lejanos para un niño que no paraba de evocar a su Dios.
Una extraña sensación me embargaba. Por un lado, sentía muy cercana la presencia del Señor y por otro esperaba la llegada de cada amanecida de Viernes Santo para reencontrarme con Él. Cada Cuaresma nace en mí el niño que se asomaba al balcón de su casa a medianoche para buscar en el rostro dormido de la Ciudad la mirada profunda del Gran Poder de Dios. Al otro lado del Río y a los pies de la Giralda yacían ilusiones embebidas en el letargo de los días que pasaban como hojas de libros de poesías esperando el momento del desenlace de una hermosa historia de amor, cuyas letras se repiten cada primavera y no por ello dejan de sorprendernos.
El encuentro Sevilla – Gran Poder por muchos años y siglos que transcurran, a pesar de esperado, jamás será sentido como rutinario. Cada paso alargado del Señor sobre los adoquines del Gólgota de la Vieja Híspalis es un nuevo milagro que añadir a su eterna presencia en nuestros corazones. El Gran Poder no es el Dios del paso y la distancia. El Señor es el Dios que permanece y que nunca olvida a sus hijos.

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