martes, 23 de marzo de 2010

BAJO EL AZUL MANTO DE TU ESTRELLA


BAJO EL AZUL MANTO DE TU ESTRELLA

Siempre vestida de negro, anclada en tiempos pretéritos y enamorada de tu Barrio llenabas tus horas de recuerdos. Hablabas sin recelos del amargor de una Guerra entre hermanos. Destilabas compasión por cada víctima de la injusticia y tus palabras eran casi sentencias. Para ti no existían titubeos ni mentiras. Soñabas despierta con ese viejo Arrabal que nunca se marchó de tu lado.
Tu bien amueblada cabeza era una enciclopedia ilustrada de la Sevilla profunda y de la Triana imperecedera. Como nadie conocías cada rincón del Barrio, sus vivencias y costumbres. Tu memoria te llegaba a recordar cada nombre y apellido. No olvidabas al cura de San Jacinto en sus tiempos de Gloria, a aquel sacristán de Santa Ana de los años cuarenta, al aguaó del paso de la O, al florista de San Gonzalo, al capataz de La Estrella, al orfebre de la Calle Larga de Triana, al afilaó, a los alfareros, ceramistas, carboneros, tenderos y cereros.
Recordabas con especial emoción cuando cruzabas de costado a costado tu Triana para llegar a la otra orilla en busca del pan de tus niños. Como otros tantos hijos del Barrio cruzabas el Puente dejando de lado a la Giralda. Peinando tus cabellos de brisas de Guadalquivir llegabas a Sevilla con la mejor sonrisa. Tus firmes pasos terminaban cada mañana en ese otro Arrabal hermano que te esperaba con los brazos abiertos. Retomabas tu camino en el atardecer para entregar y entregarte a los tuyos y a quien necesitase de tu generosidad. Tus días no tenían horas, tu briega no entendía de noches y festivos. La incertidumbre de tu futuro era certeza inquebrantable en tus pensamientos.
Sin desfallecer y sin perder de vista el horizonte, luchabas por cada grano de trigo que llevar a la despensa de tu humilde casa. Para ti no existían barreras ni murallas. Siempre marchabas de prisa, no regalabas un minuto de tu tiempo al descanso y a perderte en historietas sobre vidas ajenas.
Enamorada de los viejos patios de vecinos, de la hermosa convivencia de sus inquilinos, de los perfumes de sus flores, de los secretos de sus cercanas paredes, de sus sueños, de sus desvelos, de sus esencias, de su cadencia, del roneo inconfesable de los más jóvenes, del olor a cisco, de sus tertulias a pies de mesas de camilla y de esa taza de amargo café compartida con tu más íntima amiga.
Viviste en propias carnes una de esas historias que quedaron enmarcadas en los anales de tu Barrio y de su Semana Santa. En tiempos de luchas sin sentido acompañabas a tu Virgen de la Estrella cuando la sinrazón estuvo a punto de acabar con la más hermosa representación mariana del fervor popular a este lado de la Ciudad. Desde entonces la llaman la Valiente. El arrojo de sus hermanos y esas manos ofrecidas sin resentimiento a los enemigos de Dios le hicieron valedora de ese adjetivo que desde entonces es apellido de la más sutil belleza y del más desgarrador llanto.
Consumida por el paso de los años y encerrada en la celda de un débil corazón tu vida se apagaba por minutos y no por ello tus pasos dejaron de ser firmes y el pulso te temblaba. Todo lo contrario, cada año que veías pasar por delante de tu existencia te hacía fortalecer. No te pensabas las cosas dos veces. Nada ni nadie te hacia retroceder en tus pretensiones.
Era el mediodía del penúltimo sábado de Cuaresma, como tantas veces, me acerqué a tu casa para visitarte y charlar contigo. Hablábamos del inminente Domingo de Ramos y como no de nuestra Virgen de la Estrella. Tratabas de hacer memoria de la última vez que nuestra Dolorosa de San Jacinto se quedó en casa. Los partes meteorológicos no eran muy halagüeños, tratabas de tranquilizarme y me decías ¡Cómo no va a salir La Estrella! Nuestro diálogo terminaba justo cuando me llamaba mi mujer para ir a almorzar a la cercana casa de tu sobrina. No había transcurrido una hora cuando el grito de tu hija que volvía a casa nos hizo presagiar lo peor.
Te marchaste aquella tarde negra de Cuaresma. Te llamaba tu Virgen de la Estrella y como siempre acudiste a su reclamo. Te encontramos dormidita en el regazo de tu lecho envuelta en una blanca sábana, parecías esa Divina Zapaterita de la que tanto hablabas. A solas con Dios te marchaste a esa otra Triana, la de los azulejos celestes y los patios repletos de crisantemos.
Una Semana antes mi hija Sara recibía las aguas bautismales en la Pila de los Gitanos de Santa Ana. Esa misma tarde un cruce de miradas premonitorio te hizo alcanzar por última vez a los ojos de tu Madre Morena, Nuestra Reina de Triana a la que cada mañana de Viernes Santo con emoción contenida esperabas plantada en una acera de la vieja Cava. Ese día era Ella quien te aguardaba. Caminando en rachear de zapatillas alcanzaste su verde manto, besaste sus manos y te abrazaste a su pecho para fundir tu vida en el puñal que atraviesa su corazón y le rompe el alma.
Llegó ese esperado Domingo de Ramos y nuestro sueño compartido bajo azules bambalinas mecidas entre varales de plata se partía como se rompieron tantos otros sueños envueltos en morados y verdes terciopelos de Pureza. Tus lágrimas desde el Cielo inundaron las calles de nuestro Barrio, San Jacinto se hizo río y sus aguas corrieron como caudales de amargas aguas hacia ese Puente que ya nunca más te volvió a ver pasar hacia la otra orilla.
Ese Domingo de Ramos la Virgen de la Estrella se quedó en su Capilla o tal vez se marchó al azul Cielo que envuelve a Triana para consolar tu llanto y decirte al oído "no llores mi niña, no ves que estoy contigo". Te marchaste sin una sola lágrima que resbalase por tus sonrojadas mejillas, sin nada que reprochar a nadie, serena como esa voz de tu madre que cada noche como arrorró te llevaba al primer sueño.
Parece que te estoy viendo con esas prisas que te llevaban a todas partes, comprando a Diego el capiller de la Estrella las papeletas de una rifa, asomada al balcón esperando a tu marido, preguntando a D. Juan, el párroco de Santa Ana, el horario de la misa de Ramos o regañando a los viejos dominicos de San Jacinto por romper el sueño de tus hermanos de La Estrella y La Esperanza.
Entre la multitud que se agolpa cada Domingo de Ramos delante de la Capilla de la Estrella encontramos tu vacío, como tantos vacíos encontramos en los tramos de nazarenos o bajo el palio de nuestra Virgen. Sentimos sobre nuestro pecho el dolor de las ausencias. Buscamos entre el gentío y no logramos verte. Nuestros ojos se envuelven en lágrimas al no encontrar consuelo, nuestros sueños se rompen y ya nada parece tener sentido. La tarde se apaga y no vuelve a ser encendida hasta que parejas de ciriales y una densa nube de incienso presagian el más maravilloso eclipse. Esa tarde no reinará el Sol, ni esa noche lo hará la Luna, Dios quiso que fuese una Estrella quien se interpusiese entre el astro rey y su hermana centinela.
Pasa La Estrella y en sus ojos, luceros del alba, volvemos a verte. Arropados en su azul manto y al calor de su luz resplandeciente duermen nuestros hermanos trianeros en la memoria que vuelven a ser niños nazarenos en la cofradía de los sueños. Volvemos a unir nuestras manos y a ser cómplices en fervor y sentimientos.
Te miro Estrella mía y escucho sublimes notas de Domingo de Ramos y ahora entiendo que nunca estaremos mejor que cuando tú nos llames a alcanzarte para siempre.


A la memoria de Concha Jaramillo