En una habitación oscura
y silenciosa, apenas iluminada por la tenue luz azulada de una lámpara,
descansa el frágil cuerpo de un niño enfermo. Su respiración es pausada, casi
un susurro de vida que se aferra con la fuerza de quien aún sueña con jugar
junto a las murallas. Sus ojos tristes, cargados de incertidumbre y llenos de
preguntas sin respuesta, se pierden en el infinito horizonte de sus dolencias,
buscando un remedio que parece inalcanzable, una promesa de consuelo que lo
rescate del enredo de su angustia.
Más allá de esas cuatro
paredes, en el gélido pasillo del hospital, el inquebrantable silencio solo se
rompe con el llanto inconsolable de un pequeño ángel herido, cuyo dolor se
expande como un eco interminable en la frialdad del lugar. Allí, entre batas
blancas, y por causalidad verdes, y pasos apresurados, una madre temblorosa
aprieta las manos como si sostuviera en ellas el último hilo de esperanza,
mientras un padre asustado fija la mirada en el suelo, buscando en el vacío una
respuesta que no encuentra.
Junto al lecho del niño,
una estampa de la Esperanza Macarena, vestida de hebrea, y un viejo rosario de
plata —legado de su abuela— velan por él como un faro en medio de la tormenta,
como si la misma Virgen descendiera desde su camarín para cobijarlo con su
manto verde de consuelo.
Las horas se acortan y
el quirófano aguarda, insondable y desconocido, como una frontera que separa la
incertidumbre del milagro. En el umbral de esa confluencia, el niño se aferra
con todas sus fuerzas a las manos de sus padres, tratando de leer en sus ojos
un mensaje de serenidad que ellos, con el corazón desgarrado, intentan simular.
¿Cómo explicarle que al final del túnel brilla una luz, que más allá de la
noche aún existe el amanecer? ¿Cómo hacerle comprender que la Esperanza no es
solo un nombre, sino la llama que nunca se apaga, la promesa que siempre
regresa?
Y entonces, como un
milagro en medio de la tempestad, irrumpen los Armaos de la Macarena. Cruzando
los muros de su enfermedad, sus corazas resplandecen bajo la pálida luz del
hospital, como si en ellas habitara el reflejo del manto divino de la Virgen. Custodios
de la fe y el sosiego, atraviesan el aire denso de la tristeza y, con su sola
presencia, quiebran el miedo y lo transforman en sonrisa. Sus rostros, curtidos
por el tiempo y la devoción, se inclinan con ternura ante la fragilidad del
niño, y uno de ellos, con la voz entrecortada, le susurra con infinita dulzura:
—No estás solo,
chiquillo. La Macarena está contigo.
La frente del niño queda
coronada con un beso de amor infinito, mientras su alma herida encuentra
refugio en la caricia de su centuria. Sus ojos, que hasta hace un instante
reflejaban un océano de dudas, ahora brillan con un resplandor nuevo, un
destello que parece haber sido encendido por la misma Virgen como candelero de
afecto. Los Armaos no traen medicamentos, pero portan algo aún más poderoso: el
remedio que nunca encontrará la ciencia, la cura de las dolencias impalpables,
aquellas que solo sana el amor. Bajo sus corazas laten corazones templados al
fuego de la devoción, corazones que han aprendido que no hay mayor fortaleza
que la ternura ni mayor gloria que la entrega.
Al marcharse, dejan más
que unas fotos y unos besos: dejan el alma entera, derramada en cada caricia,
en cada promesa de luz. Porque no hay batalla más dura que la del dolor de un
niño, ni victoria más dulce que arrancarle una sonrisa al sufrimiento. Los
Armaos de la Macarena abandonan el hospital, envueltos en un mar de lágrimas,
esas lágrimas que brotan de las entrañas cuando el amor se entrega sin medida.
Lloran, como llorarán en la augusta Madrugá, cuando sus ojos se pierdan en la
infinita ternura de la Esperanza y sientan en el pecho el peso de su mirada.
Pero en el rostro del
niño queda dibujada una sonrisa, símil a la de los viejos macarenos que se
despiden al ser llamados al Reino de los Cielos, allí donde los espera el Señor
de la Sentencia. Porque así es el corazón macareno: llora cuando la mira, porque
sabe que en Ella habita el amor más puro; pero cuando se aleja de Ella, sonríe,
porque su Esperanza nunca abandona, nunca olvida, nunca deja de alumbrar el
sendero de quienes claman su nombre en la noche más oscura.
Han pasado los años, y
con ellos se han desvanecido las largas esperas junto a los quirófanos, las
noches de desvelo y el temor a lo desconocido. El dolor quedó atrás, pero su
huella perdura en el alma de quienes un día temieron perderlo todo. Los padres,
que cargaron el insufrible peso de las desgarradas potencias del alma, hoy
lloran de emoción, pero no de tristeza, sino de amor y gratitud.
Es Jueves Santo, y la
luna de Nisán proyecta su luminosidad sobre las calles de Sevilla con su
resplandor divinizado. Avanzando entre la multitud, envuelto en la mística
brisa de la alborada, camina un joven nazareno: aquel niño que un día luchó
entre la vida y la muerte. Viste de verde, el color de la Esperanza que nunca
lo abandonó, la misma que lo sostuvo en sus horas más sombrías. Sus pasos,
firmes y decididos, lo llevan hasta la Basílica, donde sus ojos llorosos se
cruzan con los de la Madre que nunca deja de vigilar por los suyos. "Y allí, bajo la mirada de la Señora, la Esperanza volvió a
llamarlo por su nombre."
La Esperanza ha vuelto a
vencer, y su advocación, escrita en el latido de quienes creen en su milagro,
ondea en el alma de Sevilla como la más pura enseña de salud.