Se aproxima, con el
sigilo de la brisa al alba, el instante santificado de renacer. Pues a estas
alturas del viaje, no se cumplen años, sino primaveras; no se acumula tiempo,
sino requiebros en el ánimo. Es el pulso vital que retorna, la esencia que
despierta, el canto renovado de la existencia. Como un misterio revelado en el aroma
del amanecer, la luz se filtra entre las fisuras del pasado, y el alma,
estremecida, se alza en vuelo para posarse en la eternidad.
Será como siempre, a la
hora exacta del tañer de las campanas y del golpe seco del reloj en la eterna
plaza, presagiando la aparición revelada de la alargada sombra del que todo lo
puede. El aire, cargado de murmullos añejos, despierta del letargo las hojas
marchitas, remueve la quietud de los adoquines dormidos y da voz a los blasones
que aguardan la amanecida. Todo está escrito en la liturgia del céfiro, en el cimbrado
de las sombras que anuncian el misterio de lo inmutable y lo huidizo.
La liturgia del tiempo
se consuma en cada piedra, en cada rendija donde la historia selló su pacto inconmovible.
Melancólico y errante, el poeta de alma soñadora aún deambula en las estancias
del viento, anhelante de un ayer que nunca se desvanece. IN MANU EJUS POTESTAS
ET IMPERIUM; y todo cuanto fue, será de nuevo. La eternidad no se mide en horas
ni en días, sino en el susurro de los versos inmortales que resisten la acometida
del olvido.
Parasceve avanza en su
tensa espera, y el eco de los goznes del templo resuena con la gravedad de los
siglos. Todo parece contener el aliento: las piedras, los postigos, los muros
centenarios que guardan secretos de fe y estremecimiento. Bécquer, ese eterno
nostálgico cuya voz se alzó en susurros de deseo y en sombras de versos apasionantes,
sigue esperando en cada rincón donde la nostalgia se hace humanidad. Vencejos
del ayer, recobrad el vuelo, agitad las alas en el lienzo del ocaso, pues aquel
que os cantó en tiempos de oro anhela vuestro volátil retorno. Las golondrinas
de antaño olvidaron el camino y ya jamás volverán a posar su lamento en las
cornisas donde el verso se alzó imperecedero. ¿O acaso sí, en otro tiempo, en
otra forma, en otro instante donde la remembranza se confunda con el ahora?
Mas no temáis, porque en
la brisa persiste aquel murmullo de rimas sublimes, aquel eco de palabras que
la piedra retiene como un secreto perpetuo. Sueños de un romántico impenitente,
musitados en penumbras, vuelven a teñir de añil los suspiros del crepúsculo. La
transubstanciación del verbo sigue su curso: lo que fue pronunciado ayer renace
hoy con renovada esencia. La palabra, como el alma, nunca muere; se eleva, se
transforma y regresa en el aliento de quienes aún saben escuchar.
Los cirios, color
tiniebla, arden con el sigilo de lo sagrado; su cera consume el tiempo y su
llama proyecta sombras que danzan sobre la faz de la plaza. Es tiempo de
renacer, de abrir el alma como el pétalo que, sin miedo, se entrega a la templanza
de una nueva era. Que el sol dibuje en la plaza sombras largas y nítidas de
desdibujados penitentes; que las campanas entonen su antiguo salmo penitencial;
que el reloj, con sus golpes de historia, marque el instante preciso en que la
poesía vuelva a nacer de las entrañas de la plaza.
Porque el legado del
poeta de San Lorenzo aún vibra en las entrañas del viento, porque el soñador de
rimas y leyendas pervive en el temblor de los versos que se niegan a morir. Su
aliento resuena en cada rincón donde la palabra es más que un eco y la emoción
se convierte en un rito eterno. El alma de los antiguos poetas nunca se
extingue; mora en los suspiros de la noche, en la quietud de los templos y en
el lamento de la piedra que recuerda lo que el tiempo no puede tachar.
Melancólico, errante, eterno, su voz sigue llorando en las sombras del tiempo.
En los libros de
cuentas, donde los números cuadraban su frío destino, Bécquer descubrió las
sombras de una deuda insalvable: la del alma que navega hacia su propia
eternidad. Las ideas y la tinta no se bastaban para saldarla, solo el verbo
flagelado de la poesía. Y mientras la ciudad vigilaba entre rezos e
ingratitudes, el Gran Poder avanzaba, madera ensangrentada en la noche silente.
Allí, en la lumbre temblorosa de la cera, se fundían para siempre los nobles
metales de la fe y del verso a la sombra del altar.
MISERERE MEI, DOMINE,
pues hasta la barca de Pedro, zarandeada por vientos de duda, aguarda la
misericordia del alba. Y cuando la gracia de Dios finalmente rasgue la penumbra
con su dorada traza, todo lo que fue y será se fundirá en un solo instante de
luminosa eternidad.