martes, 4 de marzo de 2025

ESPERANZA, DIVINA CIRUJANA DE NUESTROS NIÑOS

ESPERANZA, DIVINA CIRUJANA

En una habitación oscura y silenciosa, apenas iluminada por la tenue luz azulada de una lámpara, descansa el frágil cuerpo de un niño enfermo. Su respiración es pausada, casi un susurro de vida que se aferra con la fuerza de quien aún sueña con jugar junto a las murallas. Sus ojos tristes, cargados de incertidumbre y llenos de preguntas sin respuesta, se pierden en el infinito horizonte de sus dolencias, buscando un remedio que parece inalcanzable, una promesa de consuelo que lo rescate del enredo de su angustia.

 

Más allá de esas cuatro paredes, en el gélido pasillo del hospital, el inquebrantable silencio solo se rompe con el llanto inconsolable de un pequeño ángel herido, cuyo dolor se expande como un eco interminable en la frialdad del lugar. Allí, entre batas blancas, y por causalidad verdes, y pasos apresurados, una madre temblorosa aprieta las manos como si sostuviera en ellas el último hilo de esperanza, mientras un padre asustado fija la mirada en el suelo, buscando en el vacío una respuesta que no encuentra.

 

Junto al lecho del niño, una estampa de la Esperanza Macarena, vestida de hebrea, y un viejo rosario de plata —legado de su abuela— velan por él como un faro en medio de la tormenta, como si la misma Virgen descendiera desde su camarín para cobijarlo con su manto verde de consuelo.

 

Las horas se acortan y el quirófano aguarda, insondable y desconocido, como una frontera que separa la incertidumbre del milagro. En el umbral de esa confluencia, el niño se aferra con todas sus fuerzas a las manos de sus padres, tratando de leer en sus ojos un mensaje de serenidad que ellos, con el corazón desgarrado, intentan simular. ¿Cómo explicarle que al final del túnel brilla una luz, que más allá de la noche aún existe el amanecer? ¿Cómo hacerle comprender que la Esperanza no es solo un nombre, sino la llama que nunca se apaga, la promesa que siempre regresa?

 

Y entonces, como un milagro en medio de la tempestad, irrumpen los Armaos de la Macarena. Cruzando los muros de su enfermedad, sus corazas resplandecen bajo la pálida luz del hospital, como si en ellas habitara el reflejo del manto divino de la Virgen. Custodios de la fe y el sosiego, atraviesan el aire denso de la tristeza y, con su sola presencia, quiebran el miedo y lo transforman en sonrisa. Sus rostros, curtidos por el tiempo y la devoción, se inclinan con ternura ante la fragilidad del niño, y uno de ellos, con la voz entrecortada, le susurra con infinita dulzura:

—No estás solo, chiquillo. La Macarena está contigo.

 

La frente del niño queda coronada con un beso de amor infinito, mientras su alma herida encuentra refugio en la caricia de su centuria. Sus ojos, que hasta hace un instante reflejaban un océano de dudas, ahora brillan con un resplandor nuevo, un destello que parece haber sido encendido por la misma Virgen como candelero de afecto. Los Armaos no traen medicamentos, pero portan algo aún más poderoso: el remedio que nunca encontrará la ciencia, la cura de las dolencias impalpables, aquellas que solo sana el amor. Bajo sus corazas laten corazones templados al fuego de la devoción, corazones que han aprendido que no hay mayor fortaleza que la ternura ni mayor gloria que la entrega.

 

Al marcharse, dejan más que unas fotos y unos besos: dejan el alma entera, derramada en cada caricia, en cada promesa de luz. Porque no hay batalla más dura que la del dolor de un niño, ni victoria más dulce que arrancarle una sonrisa al sufrimiento. Los Armaos de la Macarena abandonan el hospital, envueltos en un mar de lágrimas, esas lágrimas que brotan de las entrañas cuando el amor se entrega sin medida. Lloran, como llorarán en la augusta Madrugá, cuando sus ojos se pierdan en la infinita ternura de la Esperanza y sientan en el pecho el peso de su mirada.

 

Pero en el rostro del niño queda dibujada una sonrisa, símil a la de los viejos macarenos que se despiden al ser llamados al Reino de los Cielos, allí donde los espera el Señor de la Sentencia. Porque así es el corazón macareno: llora cuando la mira, porque sabe que en Ella habita el amor más puro; pero cuando se aleja de Ella, sonríe, porque su Esperanza nunca abandona, nunca olvida, nunca deja de alumbrar el sendero de quienes claman su nombre en la noche más oscura.

 

Han pasado los años, y con ellos se han desvanecido las largas esperas junto a los quirófanos, las noches de desvelo y el temor a lo desconocido. El dolor quedó atrás, pero su huella perdura en el alma de quienes un día temieron perderlo todo. Los padres, que cargaron el insufrible peso de las desgarradas potencias del alma, hoy lloran de emoción, pero no de tristeza, sino de amor y gratitud.

 

Es Jueves Santo, y la luna de Nisán proyecta su luminosidad sobre las calles de Sevilla con su resplandor divinizado. Avanzando entre la multitud, envuelto en la mística brisa de la alborada, camina un joven nazareno: aquel niño que un día luchó entre la vida y la muerte. Viste de verde, el color de la Esperanza que nunca lo abandonó, la misma que lo sostuvo en sus horas más sombrías. Sus pasos, firmes y decididos, lo llevan hasta la Basílica, donde sus ojos llorosos se cruzan con los de la Madre que nunca deja de vigilar por los suyos. "Y allí, bajo la mirada de la Señora, la Esperanza volvió a llamarlo por su nombre."

 

La Esperanza ha vuelto a vencer, y su advocación, escrita en el latido de quienes creen en su milagro, ondea en el alma de Sevilla como la más pura enseña de salud.


ESPERANZA ¿POR QUÉ TE LO LLEVASTE?


Llorando viene la Virgen por Recaredo. Por sus sonrojadas mejillas resbalan lágrimas cristalinas que relucen como esmeraldas y amargan como los siete puñales que clavados en el corazón le rompen el alma.


La gracia se hace filigrana en los perfiles de la Reina de San Roque, sus sonrojadas mejillas parecen rosas esculpidas por los mismísimos ángeles, sus ojos entreabiertos, su mirada perdida, su rostro pálido y sus labios encarnados, en los que se adivinan cuatro sílabas que conforman la palabra más hermosa: ESPERANZA.


El palio de la Virgen de GRACIA Y ESPERANZA avanza hasta detenerse delante del portalón de la Hermandad de los Negritos. Suena una dulce melodía evocadora de una copla de Machín. Esos angelitos negros que soñaron ser pintados, se asoman al zaguán para recibir a la Señora.


Las delicadas manos de porcelana de la Dolorosa acarician la cara aterciopelada de un joven ángel que duerme en su regazo. Por ese mismo lugar y con sus rostros ocultos bajo el terciopelo de los antifaces habían pasado sus hermanos.


La temprana muerte lo había llamado junto a la ESPERANZA, los dos hermanos de este niño siguen vistiendo la túnica de San Roque en la certeza de que él vuelve a acompañarlos con la túnica que vieron colgada en el armario antes de salir de casa.


Un nuevo Domingo de Ramos la Virgen de Gracia y Esperanza hace realidad el sueño del encuentro. La tristeza de una madre desposeída del abrazo de un hijo, busca consuelo en la mirada de la Virgen. En el iris de sus ojos descubre dibujada la sonrisa de su niño.


La Virgen parecía ofrecerle su pañuelo de encaje para secar sus lágrimas, un suspiro surcaba el Cielo de Sevilla, la música sonaba a nana y ante todo en el aire de la Puerta Osario se respiraba una ESPERANZA.


De los labios de la mujer brotó un beso que quedó grabado en la cara del hijo de su alma. Se aleja el palio, los candelabros de cola ocultan por completo las velas rizadas y en el horizonte se pierde el verde manto. Pasa la Virgen con el niño entre sus brazos y para una madre quedarán para siempre la ESPERANZA y una pregunta sin respuesta ¿Por qué te lo llevaste?

jueves, 27 de febrero de 2025

PERPETUIDAD

Se aproxima, con el sigilo de la brisa al alba, el instante santificado de renacer. Pues a estas alturas del viaje, no se cumplen años, sino primaveras; no se acumula tiempo, sino requiebros en el ánimo. Es el pulso vital que retorna, la esencia que despierta, el canto renovado de la existencia. Como un misterio revelado en el aroma del amanecer, la luz se filtra entre las fisuras del pasado, y el alma, estremecida, se alza en vuelo para posarse en la eternidad.

 

Será como siempre, a la hora exacta del tañer de las campanas y del golpe seco del reloj en la eterna plaza, presagiando la aparición revelada de la alargada sombra del que todo lo puede. El aire, cargado de murmullos añejos, despierta del letargo las hojas marchitas, remueve la quietud de los adoquines dormidos y da voz a los blasones que aguardan la amanecida. Todo está escrito en la liturgia del céfiro, en el cimbrado de las sombras que anuncian el misterio de lo inmutable y lo huidizo.

 

La liturgia del tiempo se consuma en cada piedra, en cada rendija donde la historia selló su pacto inconmovible. Melancólico y errante, el poeta de alma soñadora aún deambula en las estancias del viento, anhelante de un ayer que nunca se desvanece. IN MANU EJUS POTESTAS ET IMPERIUM; y todo cuanto fue, será de nuevo. La eternidad no se mide en horas ni en días, sino en el susurro de los versos inmortales que resisten la acometida del olvido.


Parasceve avanza en su tensa espera, y el eco de los goznes del templo resuena con la gravedad de los siglos. Todo parece contener el aliento: las piedras, los postigos, los muros centenarios que guardan secretos de fe y estremecimiento. Bécquer, ese eterno nostálgico cuya voz se alzó en susurros de deseo y en sombras de versos apasionantes, sigue esperando en cada rincón donde la nostalgia se hace humanidad. Vencejos del ayer, recobrad el vuelo, agitad las alas en el lienzo del ocaso, pues aquel que os cantó en tiempos de oro anhela vuestro volátil retorno. Las golondrinas de antaño olvidaron el camino y ya jamás volverán a posar su lamento en las cornisas donde el verso se alzó imperecedero. ¿O acaso sí, en otro tiempo, en otra forma, en otro instante donde la remembranza se confunda con el ahora?

 

Mas no temáis, porque en la brisa persiste aquel murmullo de rimas sublimes, aquel eco de palabras que la piedra retiene como un secreto perpetuo. Sueños de un romántico impenitente, musitados en penumbras, vuelven a teñir de añil los suspiros del crepúsculo. La transubstanciación del verbo sigue su curso: lo que fue pronunciado ayer renace hoy con renovada esencia. La palabra, como el alma, nunca muere; se eleva, se transforma y regresa en el aliento de quienes aún saben escuchar.

 

Los cirios, color tiniebla, arden con el sigilo de lo sagrado; su cera consume el tiempo y su llama proyecta sombras que danzan sobre la faz de la plaza. Es tiempo de renacer, de abrir el alma como el pétalo que, sin miedo, se entrega a la templanza de una nueva era. Que el sol dibuje en la plaza sombras largas y nítidas de desdibujados penitentes; que las campanas entonen su antiguo salmo penitencial; que el reloj, con sus golpes de historia, marque el instante preciso en que la poesía vuelva a nacer de las entrañas de la plaza.

 

Porque el legado del poeta de San Lorenzo aún vibra en las entrañas del viento, porque el soñador de rimas y leyendas pervive en el temblor de los versos que se niegan a morir. Su aliento resuena en cada rincón donde la palabra es más que un eco y la emoción se convierte en un rito eterno. El alma de los antiguos poetas nunca se extingue; mora en los suspiros de la noche, en la quietud de los templos y en el lamento de la piedra que recuerda lo que el tiempo no puede tachar. Melancólico, errante, eterno, su voz sigue llorando en las sombras del tiempo.

 

En los libros de cuentas, donde los números cuadraban su frío destino, Bécquer descubrió las sombras de una deuda insalvable: la del alma que navega hacia su propia eternidad. Las ideas y la tinta no se bastaban para saldarla, solo el verbo flagelado de la poesía. Y mientras la ciudad vigilaba entre rezos e ingratitudes, el Gran Poder avanzaba, madera ensangrentada en la noche silente. Allí, en la lumbre temblorosa de la cera, se fundían para siempre los nobles metales de la fe y del verso a la sombra del altar.

 

MISERERE MEI, DOMINE, pues hasta la barca de Pedro, zarandeada por vientos de duda, aguarda la misericordia del alba. Y cuando la gracia de Dios finalmente rasgue la penumbra con su dorada traza, todo lo que fue y será se fundirá en un solo instante de luminosa eternidad.