Abstraído y con la mirada perdida en sueños y recuerdos prosigue su ruta. San Vicente, Baños, Miguel del Cid, Pascual de Gayangos, Martínez Montañés y por fin la Plaza de San Lorenzo. Al levantar la cabeza y descubrir tras los árboles y la estatua del maestro Juan de Mesa las puertas de la Basílica, de sus ojos comienza a brotar un manantial de lágrimas que terminan por empapar su azul chaqueta, nervioso y presuroso toma del bolsillo superior de la prenda un blanco pañuelo para secarse la cara y disimular el incesante llanto que embargaba su arrugada y blanquecina piel. Tras el lamento, un suspiro y la mirada clavada en lo más alto. Inexplicablemente Manuel lloraba sin consuelo al detenerse ante el portalón de su casa. Algún triste pensamiento rondaba su cabeza. Tras unos minutos apaciguando el temporal consigue el valor suficiente para atravesar la alfombra de la entrada y subir despacio, muy despacio las escaleras que lo llevarían al zaguán de su casa. Con manos temblorosas y tras varios intentos consigue atinar y abrir la puerta de par en par, al llegar al saloncito descubre a su nieto Rafael que lo esperaba como cada noche para recibir sobre su frente la caricia de los labios de su abuelo.
Manuel tembloroso y con el rostro desencajado, cuelga el sombrero en la entrada y apoya su chaqueta sobre el respaldo de un viejo sillón.
“¿Abuelo te ocurre algo?”, tras unos primeros segundos entre sollozos y balbuceos, a regañadientes, frunciendo el ceño y apenas siendo entendido por los presentes, acierta a decir “Rafaelillo este año no”.
Su nieto incapaz de descifrar el breve, escueto y rotundo mensaje del abuelo, replica con un “este año no ¿qué abuelo?".
Las lágrimas vuelven al rostro del abuelo y por contagio espontáneo a Rafael y a María, la abuela que observa la escena en sepulcral silencio.
“Este año no Rafaelillo, ya no tengo fuerzas, este año no podré acompañar al Señor en la Santa Madrugada”
El nieto, inseparable escudero junto a su padre, de su abuelo en el mínimo trayecto que los acercaba cada Madrugá hasta la Basílica, asumido por la emoción del momento termina fundiéndose en caluroso abrazo con el abuelo. María trata de cubrirse los ojos con ambas manos y sobre sus frágiles dedos aterciopelados se deja entrever un ramillete de lágrimas de cristal que brotan de sus rojizos ojos empañados. María y su nieto no encuentran palabras de consuelo para aliviar la tristeza del abuelo.
Su desgastado corazón se hacía fuerte cada Madrugá cuando caminaba a paso racheao y portando cirio como una de las últimas parejas nombradas del Señor. Cada golpe rotundo de llamador retumbaba en la profundidad de sus entrañas, a cada paso que daba sentía sobre su espalda el aliento del Señor. Milagrosamente elevaba el cirio sobre el atril de esparto y seguía su camino. No necesitaba volverse para ver el verdadero rostro de Dios, Divino rostro que llevaba esculpido en el alma, la fuerza de su espíritu tiraba del cansado cuerpo. Debajo del antifaz suspendía una medalla centenaria y en su mano izquierda el rosario que recibió como el mejor legado de las manos de su madre en el lecho de su último sueño.
Se hace tarde para el joven Rafael que besa a sus abuelos y se despide de ellos para volver a casa con sus padres que lo esperan asomados a un balcón de la cercana calle Conde de Barajas.
Cada día de Cuaresma Rafaelillo repetía la misma pregunta al viejo Manuel “¿abuelo estás seguro?”, a la que siempre seguía una misma réplica “querido niño, ya quisiera yo acompañar al Señor los pocos años que me quedan hasta que me lleve junto a Él, las fuerzas me han abandonado y a penas puedo dar tres pasos”.
Llega el Domingo de Ramos y Manuel se levanta con gran entusiasmo, una leve sonrisa se dibuja en su arrugada cara, María toma con suave tacto la mano de su esposo y le pregunta “¿qué pasa Manuel, te has levantado hoy con el pie derecho?” “María de mis entrañas todavía estás así, arréglate mi arma que en media hora no se cabe en la Plaza”. Manuel y María salen presurosos de su lecho para bajar a la Plaza y plantarse delante de la Casa de Dios. Manuel llega acelerado y con rictus severo, basta un golpe de vista hacia el Señor para que le cambie el semblante, María asiste al envite con emoción contenida, sorprendida y no menos confundida. Tras la misa, Manuel y María suben las escalerillas para besar el Sagrado Talón del que Todo lo Puede, las lágrimas vuelven al rostro de Manuel, bien sabe Dios que esas lágrimas son distintas, no tienen nada que ver con las derramadas hace a penas seis semanas delante del pobre Rafaelillo.
Llega el almuerzo y Rafaelillo insiste en lo mismo “Abuelo querido, ¿te lo has pensado bien?” “recuerda que quedan cuatro días”, Manuel atiende a las palabras de su nieto con los ojos luminosos, María que lo conoce como si lo hubiese parío vuelve su vista hacia un viejo armario, tras sus carcomidas puertas cuelga la túnica de su marido. El Abuelo juega al despiste frotándose las manos y perdiendo la mirada no se sabe donde, Rafael que conoce a su Padre como a la palma de su mano hace un quite por verónica para liberarlo del interrogatorio del incansable Rafaelillo. Rafael y su Madre tienen clara la decisión del abuelo, pero no quieren arrancarle la promesa que el nieto espera con anhelo (volver a acompañarlos en la noche de los silencios penetrantes de Sevilla). Rafaelillo queda resignado a ver al Abuelo asomado al balcón descubriendo entre la densa humareda de incienso el rostro del Divino Cisquero. Para él un nueva Madrugá junto al abuelo no dejaba de ser una mera quimera, una ilusión, un sueño….
María con astucia aprovecha la primera salida del abuelo en la mañana del Lunes Santo para descolgar la túnica y darle el debido trato para que luzca reluciente para la ocasión señalada. Una vez cumplidas las visitas de rigor a los templos cercanos que preparaban la inminente salida procesional de sus hermandades, Penas de San Vicente, Museo y Veracruz, Manuel vuelve a casa, sin encontrar a su paso el mínimo indicio de una laboriosa mañana de María para dejar en su punto y con sumo cuidado la oscura prenda nazarena de su marido.
Llega el Miércoles Santo por la tarde y siguiendo una tradición familiar cumplida año tras año ininterrumpidamente desde tiempos mozos del padre de Manuel, las túnicas de Rafael y Rafaelillo descansaban sobre el sillón de la casa de los abuelos, en dos sillas de enea próximas, los correspondientes cinturones de esparto y a los pies de la mesa de camilla las sandalias con pares de calcetines color negro, sobre el cristal de la mesa tres medallas de la Hermandad, las mismas que un día portaron el bisabuelo Manuel y sus hijos Manolo y Rafael.
Mañana de Jueves Santo en San Lorenzo, mañana de emociones, encuentros y abrazos. Tras la tempranera misa, Manuel llama a cabildo de urgencia al resto de la familia. Acuden presurosos Rafael su esposa Josefina y un nerviosísimo Rafaelillo que no paraba de andar de un lado para otro, sin tregua ni descanso. Manuel bebe de un vaso de cristal antes de iniciar unas palabras, la tensión puede cortarse con un cuchillo de fina hoja, la sala se embarga de un silencio maestrante, roto únicamente por el murmullo de la Plaza.
“queridos míos, como todos sabéis en la antesala de la Cuaresma y tras meditarlo a conciencia tomé la decisión de dejar de vestir la túnica de nazareno de nuestra Hermandad”
“ha sido difícil para mí terminar una tradición que he cumplido cada año desde la primera vez que acompañé a mi padre a San Lorenzo para realizar mi primera Estación Penitencial junto al Señor y su Madre”.
La tensión de la escena crece por momentos, Manuel vuelve a coger el vaso para tomar un nuevo trago y continuar con su exposición de motivos “cada día que ha pasado desde entonces he tenido más claro que ese momento tan especial no volvería a repetirse”. Volviendo la mirada hacia el nieto, prosiguió en su discurso “querido nieto cada tarde e infructuosamente has tratado de convencerme para que te acompañe, aún siendo por última vez” “no dudes mi niño que se me rompía el alma al contemplar como la tristeza se dibujaba en tus ojos brillantes”.
Después de una breve pausa y tras secarse el sudor que resbalaba por su frente terminó su discurso con dos nuevas parrafadas:
“A medida que se acercaba la hora del Señor he tenido más evidente que mi lugar está junto a Él, no quería evidenciar muestras claras de mi repentino cambio de opinión, lejos de ocultar mi decisión, no quería ilusionarme e ilusionaros para finalmente descubrir que las fuerzas me han abandonado por completo y que no existía la mínima posibilidad de cumplir mi palabra”.
Una última mirada hacia María, su esposa “querida María, compañera mía, el día que me faltes me faltará todo, como repites tantas veces –te conozco como si te hubiese parío- de igual forma puedo hablar de ti. Desbordas generosidad, nunca escuché de tus labios un –no- por respuesta, de ti jamás oí un –mío-, siempre es -un nuestro-, ¿habrás percibido que estas últimas noches a penas he podido conciliar el sueño y que me levantaba de la cama a cada instante con cuidado para no despertarte?, cada una de esas noches cruzaba sigilosamente el pasillo para llegar a la salita y abrir la puerta del armario para descubrir detrás de sus puertas la túnica que con el cariño de la mejor esposa me habías preparado. Esa bondad que esparces con tus buenas acciones llega incluso a abrumarme al no encontrar detalle, gesto o palabra que pudiese agradecer en su justa medida todo lo que has podido hacer por todos nosotros”.
Una felicidad contagiosa se adueñó de la pequeña salita, Rafael y Rafaelillo corrieron presurosos para besar al abuelo y terminar fundidos en un interminable abrazo con la dulce y generosa María. María no tardó ni un segundo en dirigirse al viejo armario para descolgar la túnica y situarla junto a las de Rafael y su nieto, el inocente chiquillo no había caído en la cuenta de que entre su túnica y la de su padre existía el espacio necesario para la del abuelo. No eran momentos para pensar en otra cosa que no fuese la gran Noche de Sevilla.
Y llegó para Sevilla la Noche que tocaba soñar con los ojos muy abiertos, Rafael, Rafaelillo y un más joven que nunca Manuel rezaron un Padre Nuestro y un Ave María delante del retrato del bisabuelo, era una forma muy especial de sentirse acompañados por quien inició esta hermosa tradición familiar. María no quedó sola en la casa, un año más permaneció muy bien acompañada por su nuera Josefina, no pasó Madrugá que no la tuviese a su vera. Josefina era la esposa de su único hijo, la madre de su nieto y algo más, Josefina para ella era como la hija que soñó tener y que jamás pudo engendrar en sus entrañas. María para Josefina era la prolongación de esa madre que el amargo destino apartó de su lado cuando apenas empezaba a descubrir la crudeza de la vida.
En un lugar muy cercano Rafaelillo trataba de adivinar entre una nube de capirotes los ojos del abuelo. El silencio penetrante de la Plaza enmudeció ante el sonido rotundo de un cerrojo, de par en par se abrieron para Sevilla las puertas de la Gloria, la Cruz de Guía de los símbolos pasionales avanzaba atravesando el alma espiritual de Sevilla, tras ella caminaba sin descanso una comitiva de túnicas de ruán, de repente ciriales por pares se cuadraban delante del portalón, las paredes de la Basílica temblaban a golpe de llamador, Dios se elevaba sobre sus hijos ataviados de negra túnica e iniciaba la primera chicotá de la Madrugá. El portentoso milagro de la madera encarnado en el Dios de las Alturas hacia acto de presencia ante una nube de incienso que a penas permitía percibir la dulzura de su rostro. A cada paso del Señor los fieles sentían sobre sus cuerpos escalofríos como tímpanos de hielo, los corazones aceleraban su latido, una paz espiritual se esparcía por rincones, aceras y balcones. Sobre las paredes de la cercana Parroquia de San Lorenzo, vieja Morada del Señor, se dibujaba su hermosa silueta, cada paso del Señor era correspondido por emociones contenidas. Rezos, plegarias, oraciones, promesas, recuerdos y añoranzas.