¡Dios mío contigo nada me falta!
Ya queda menos. El rancio culto a lo solemne, el misterio de la zancada de un Nazareno de túnica bordada sobre la mesa de canastilla y claveles del color de la sangre por un justo derramada. Los del rancio abolengo buscan la verdad incuestionable del Dios que motiva la existencia de sus vidas. La historia, que bebe de las aguas puras de la fe, cuenta de la vida de un hombre justo que padeció tormento y fue glorioso en su Resurrección. Una historia hace largos siglos ocurrida que tomará cuerpo y vida, desfilando en a penas unas horas delante de hombres sedientos de piedad y asumidos en la desidia. Las almas duermen en el profundo sueño de la nostalgia y los cuerpos yacen vencidos a la barbarie de un mundo que les tocó vivir sin pena ni gloria. De repente todo se detiene, lo que era profundo sueño se vuelve gozo en vida. Los corazones que aman Sevilla laten más deprisa. Las apenadas almas encuentran alivio, las vidas sentido a su cuestionable existencia. Todo es silencio, ni el aire de la brisa respira, el azul del Cielo se vuelve oscuridad y tinieblas. La Ciudad se paraliza. En una plaza, por un Santo Mártir coronada, ante el silencio de una masa humana, que es oración y llanto profundo, se escucha el chirriar de una puerta. Ya no hay pena que valga. Una cruz bañada de atributos pasionales avanza despacio ante la atenta mirada de hombres y mujeres cargados por el inexorable y contundente paso de los años. Un mudo murmullo recorre la Plaza, la oscuridad de la noche da paso a la verdad de una Luz de amor infinito. El Señor hace presencia y llena de amor toda una Plaza, toda una Ciudad y hasta un infinito Universo. Oraciones y lamentos nacen de rotas gargantas que hacen versos de los más sinceros y profundos de los rezos. El más grande entre los grandes camina alargando su zancada, le sigue una comitiva de mujeres cargaditas de años que cubren sus rostros para protegerse del incesante goteo de lágrimas de hirviente cera, esas benditas mujeres que nunca le fallan, esas mujeres que siguen al Señor cada Madrugada, que olvidan por unas horas sus muchos dolores, sus muchas penas y que le dicen al Señor ¡Dios mío contigo nada me falta!. Los primeros rayos de luz de la mañana dan entrada a un coro de pajarillos que como ángeles bajados del Cielo anuncian que Dios mismo pisa las calles de Sevilla. Los cansados pies de las abuelas de Sevilla se detienen, sus miradas tornan hacia el Señor y una súplica invade sus corazones ¡Señor Mío sólo quiero pedirte que me des fuerzas para que el año próximo vuelva a estar contigo!. Las atormentadas memorias de repente olvidan sus muchas miserias y las puertas de la Basílica se cierran al Traspaso de María. Un año más se obró el milagro, el mismo Dios paseó su bondad por las calles de esta noble, mariana e invicta su Ciudad. Los corazones entregados al Señor se atreven a gritar lo que los titubeantes labios nunca podrían decir ¡Dios mío contigo nada me falta!.