sábado, 9 de febrero de 2013

PÓRTICO DE LA GLORIA SEVILLANA

 
                                      PÓRTICO DE LA GLORIA SEVILLANA

Tempus fugit inexorablemente entre amaneceres y sombras del pasado. El péndulo que marca nuestra existencia cimbrea con arrogancia, acercándonos inmisericordemente al ocaso, preludio del despertar en el Santo Reino. Las páginas de los almanaques desfilan con cadencia acelerada entre una marejada de dilatadas estaciones que señalan el compás de la historia. Asumidos en la cotidianidad embalsamadora de la rutina diaria, nuestras mentes regresan abstraídas a recobrar el pulso de los grandes esplendores del pasado.

En las ocultas cavernas de la mente manifestamos un cimbrear de contornadas siluetas, en un comienzo difusas, y a posteriori, en la in moderato musicalidad del alma conformamos los paisajes más excelentes. Los sueños profundos del anochecer tiñen sus velos opacos de una extensa amalgama de matices. Traspasamos misteriosamente el umbral del insomnio para asumirnos en un inquietante y prolongado desvelo. Las huestes de la primavera acechan a paso marcial, venciendo al tiempo sin tiempo, para rescatarnos de las mazmorras del destierro. Inentendible episodio para quienes no gozan de memoria, de ese recuerdo imborrable y perenne de la niñez que tomó entre sus manos la semilla de la flor apasionada de nuestra Semana Santa.

Esa primera noche sentimos como nunca las cálidas caricias de nuestras madres y la calmada voz de nuestros abuelos al contemplarnos por primera vez ataviados por esa túnica de la Hermandad, que bien podemos definir como una de las ramas que nos sostienen al árbol genealógico familiar. Una tradición que fortalece los vínculos afectivos y que nos enseña el camino a seguir en el devenir de nuestros pasos.

El silencio de la noche queda roto en trazos discontinuos por el rachear de alpargatas costaleras, entre viejos naranjos se adivinan los primeros destellos de blanquecinas caricias floreadas, bajo los portones de las estrecheces intramuros se difumina el aroma envolvente que corrobora los indicios que apuntan al anual milagro. Anidan las cigüeñas, tañen ingrávidas las espadañas de los viejos conventos y el aliento de la Ciudad empaña al desgastado cristal de la melancolía. Parece que todo pasó en un horizonte lejano y que todo ha de comenzar de nuevo. Asumidos en el más conmovedor misticismo enmarcado en el misterio revelado de Dios, percibimos la proximidad del Señor. Entre los rasgados ropajes de la vieja Híspalis redescubrimos el corazón urgido que clama por Santa Catalina y otras tantas llagas sangrantes de su costado malherido. Cuarenta cuentas en un rosario que nos llevarán a atisbar una luz distinta de siete días, que dicen valer toda una vida.

 
Una tarde cualquiera deambulo por Cardenal Spínola para arrimar mi cansancio en la paz conventual de Santa Rosalía, disponiendo todos mis sentidos a un nuevo encuentro con el Señor. Como un hombre nuevo y libre de ataduras sigo la senda señalada como la última arteria pavimentada que en la venidera Madrugá atravesarán sombras de ruán entre luces albas y tinieblas siguiendo la estela del Todopoderoso Carbonero de San Lorenzo. Tiño manos, rostro, corazón y alma del cisco envolvente, textura humana sobre la Divina Madera labrada por las más certeras gubias del hombre que soñó con el Gran Poder. Creer es más fácil en Sevilla, es descifrar un lenguaje aprehendido con el paso de los años. Una literatura abierta al catecismo, credo cierto plasmado sobre legajos cautelosamente cincelados sobre nobles maderos. Los recónditos claustros monásticos extrapolan secula seculorum el poder e imperio del Dios que mora en su interior a toda la urbe, fruncen el ceño los mortales anclando la mirada en el Cielo. La torpeza humana endereza su rumbo en el silencio desgarrador del plenilunio y en la voz en grito del que agoniza suspendido del leño. Sevilla vuelve a creer en sí misma y concede la palabra a la Esperanza. Notas suspendidas en el aire, paisajes museísticos por redescubrir y grandes emociones por sentir atisban la venida del Ser Eterno, su luz brillará entre nosotros y su Gloria triunfará al descender de la escalera para adormecer el dolor sobre claros sudarios.
 
Cuarenta días nos acercarán a la locura, esa bendita locura que todos queremos vivir con intensidad y de la que nunca desearemos sanar. Languidecerá el cuerpo palidecido de Jesús tras una hilera de cirios, luz para la Luz y la fe del pueblo será palpable realidad a los ojos del mundo. El hueco madero poblará vacíos de pecadoras astillas y caminará el Señor despacio y lleno de vida por los senderos del Getsemaní imperecedero. Se aproxima el momento esperado y el niño que correteaba por la rampla del Salvador un lejano Domingo de Ramos renacerá en nuestros adentros para recobrar el pulso del ayer que siempre es presente en el latir apasionado y en las vivencias compartidas con los seres amados.