EL GRAN PODER VIVE ENTRE NOSOTROS
En la retina del alma reposa el gozo contemplativo de
tu Rostro ciscado. Las espesas tinieblas del anochecer dejan entrever una
intensa luz deslumbradora que nos conmueve. En la serenidad suave del mar en
calma percibimos el tenue murmullo del oleaje y una brisa acariciadora que nos
eleva a los confines del perenne y ensoñador Parasceve. Las remembranzas
cinceladas en los recuerdos llaman una y otra
vez al portalón del milagro y al tañer de las campanas, vivo eco del reloj de
nuestra existencia. Alfa y omega entrelazan sus manos en un mismo tenor.
Abundantes sombras forjadas sobre las acaloradas fachadas, contiguas a la Plaza
de entre las plazas, propagan como murmullo la evidente existencia de
Dios.
Contemplamos su mirada espinada, en los hijos de la Ciudad que sufren soledad, nunca mejor acompañada que en la cercanía del Señor. Sentimos su abrasador aliento en el diálogo huérfano de palabras de quienes creían haberlo perdido todo, y en Él encuentran el más preciado tesoro de espiritualidad. Percibimos la aireada cadencia de su túnica al estremecer de corazones que palpitan ante la excelsa zancada que surca las entrañas de la Ciudad, en los que encuentran junto a las escaleras que elevan al Cielo, respuesta a sus necesidades más primordiales. No podemos ni debemos olvidar que la devoción universal al Señor se sustancia en la fe y en los pilares que sustentan siglos de vivencias y de Amor.
Creemos en un Señor que
camina cada día por las amarguras de sus hijos, cicatrizando heridas y
levantando cuerpos repostados en el infortunio. Somos nazarenos de la Hermandad
todos los días del año, en la Madrugá haciendo visible nuestro hábito oprimido
por el esparto y el resto anidando en el interior nuestra inseparable túnica de
ruán.
Nuestros sueños nos
llevan continuamente a la Plaza colmada de emociones, plegarias y de
adormecidos vencejos del pasado que abrirán sus jaulas al candil de la noche
portentosa de Sevilla para anunciar la inminencia aparición de la perfección
Divina humanizada a su vuelta al amanecer.
La más hermosa historia
escrita en los legajos de los tiempos perdería rigor y sentido, si olvidamos a
aquellas otras oscuras plazas, pobladas por quienes no tienen más techo donde
cobijarse que la propia colcha transparente de la noche. No busquemos en otra
parte, ellos son los cristos vivos que cargan la misma Cruz que nuestro Señor,
los vemos e incluso reconocemos, y tristemente pasamos de largo, alejándonos de
la senda del Señor al mismo compás de su zancada.
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